Ya era famoso, pero con El Laberinto del Fauno, Guillermo del Toro terminó de consolidarse a nivel mundial como una de los mayores creadores de monstruos. Es la segunda película hablada en español que tiene el mejor boxoffice en Estados Unidos.
Por Anaid Ramírez
Cuenta la leyenda que, tras su exhibición en el Festival Internacional de Cine de Cannes, El laberinto del Fauno recibió una ovación de pie que se prolongó hasta los 20 minutos. También se rumora que Björk, después de ver la película, escribió la canción “Pneumonia” de su álbum Volta. Y es que, ¿quién no se conmovió con ese desenlace?
Parece inercia: cuando eres testigo del final que le da Guillermo del Toro a Ofelia (la entonces niña Ivana Baquero), pese a que ya te lo advirtió en la escena inicial, dan ganas de levantarte del asiento y aplaudir, no sin antes secarte las lágrimas.
Segundos antes de comenzar su prólogo, en el que un narrador te explica rápidamente el origen de una princesa —seguro es Ofelia— que viene de “un reino subterráneo donde no existen la mentira y el dolor”, el director mexicano te muestra a la niña sobre el piso y desangrándose. Fuera de la impresión instantánea, el cuadro no te inquieta tanto como sucede cuando te confrontas con él por segunda y penúltima ocasión.
Ese nuevo encuentro ocurre después de ver toda la cinta y descubrir que la muerte ha acompañado a Ofelia casi en todo momento. Como cuando entre diálogos se te explica que quedó huérfana de padre a causa de la Guerra Civil española. O al momento en que, pasada la mitad de la cinta, termina sola con su recién nacido hermano luego de que su madre —casada ya con el capitán Vidal (Sergi López), un franquista hecho y derecho— fallece durante la labor de parto.
La muerte la alcanza incluso en las misiones fantasiosas e inocentes que el fauno de Doug Jones le asigna: cuando el Hombre Pálido —también interpretado por Jones— de una mordida y sin alguna piedad le arranca la cabeza a una de las hadas que acompañan a la niña en su travesía, luego de un pequeño acto de desobediencia —¿o rebeldía?—.
Por eso, ya en los minutos finales de la trama te impacta ver al personaje de Baquero tendida sobre el piso, pero también te da cierto alivio cuando vislumbras su próximo destino.
Mientras Ofelia da sus últimos respiros, Guillermo del Toro la reencuentra con sus padres en una especie de palacio real y con un trono vacío reservado en exclusiva para ella.
“De pie hija mía, has llegado”, le dice el padre cuando la pequeña aparece en la puerta. “Habéis derramado vuestra sangre antes de la de un inocente. Esa era la última prueba y la más importante”, comenta para recibirla el hombre.
Con un atuendo en tonos rojos y amarillos y unos zapatos colorados que Dorita envidiaría —tal vez porque “no hay lugar como el hogar”—, la princesa sonríe mientras su pueblo la ovaciona y un fauno, junto con tres hadas, le brindan una reverencia.
La niña no cabe de la emoción al encontrarse frente a sus padres, pero su tímida sonrisa evidencia que contiene su alegría, como cuando alguien no se cree que ganó el mejor de los regalos, y se queda paralizada. Por eso su madre le da unas palabras para guiarla: “Venid a mi lado y sentaos junto a vuestro padre, que tan largo tiempo os ha esperado”, le aconseja la mujer mientras carga en los brazos un pequeño bulto, sugiriendo que se trata de su hijo.
Tras ese merecido reconocimiento, Del Toro hace una delicada transición que te lleva de nuevo al azulado laberinto de la realidad donde Vidal acaba de ser asesinado y Mercedes (Maribel Verdú), la moza de la casa e insider de los rebeldes, carga al único sobreviviente de la familia: el hermanito de la niña. De nuevo ves a Ofelia. Ahora se pierde en su mirada fría y sin parpadear, pero también sonríe antes de desconectarse por completo de este mundo.
¿Un desenlace triste? No lo creo. Guillermo del Toro declaró que dio este final porque pensó en una bella frase de Søren Kierkegaard: “El tirano muere y su reino termina; el mártir muere y su reino comienza”.